"Las alfombras suelen tener esa función de aislarnos del frío del suelo o de evitar que nos incomode la inestabilidad rugosa del mismo. Algunas nos evitan resbalarnos en la ducha; otras son un mero elemento decorativo que caracteriza algunos ámbitos culturales. ¿Quién no admira la destreza de una alfombra persa o turca elaborada hilo a hilo por astutas manos? Pero, aún en medio de su belleza, la finalidad es aislarnos del suelo frío.
Entre el pasado jueves y este, en numerosos pueblos de nuestra geografía, como en tantos rincones del mundo cristiano, hemos podido asistir a la fiesta del Corpus Christi. La celebración litúrgica que reconoce la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana y la dimensión de su presencia sustancial bajo los accidentes del pan y del vino. Procesiones magníficas con despliegue de arcos y alfombras al paso de la Custodia con la Eucaristía.
He pensado estos días en el motivo por el que hacemos las alfombras. ¿Las hacemos para aislar a Jesús del suelo frío? Si es por eso, muy mal...
No podemos aislarlo. No debemos aislarlo porque su intención manifestada en su palabra es "estar con los hijos de los hombres", donde "el enfermo necesita al médico". Nos lo recordó al final de sus días terrenos: "No he venido a ser servido, sino a servir...", y el servicio exige, de algún modo, no aislarnos de aquellos a los que queremos. El suelo está frío, la vida herida, la historia rota... Sentir que nada verdaderamente humano nos es extraño exige pisar descalzos el suelo frío de la realidad para llegar hasta -en palabras del papa Francisco- las "periferias" de la existencia. La comunidad humana se construye siempre sobre los callos de pies comprometidos con las llagas de los prójimos.
Hagamos alfombras, hermosas alfombras. Pero no queramos aislar a Dios del frío de la historia que tanto ama".
(Juan Pedro Rivero, rector del Seminario, en la sección del Espejo "La carta de la semana")
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