15. "Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que "buscara la fe" (cf. 2 Tm. 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm. 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
"Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada" (2 Ts. 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en Él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: "Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en Él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas" (1. P. 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col. 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Co. 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a Él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en Él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada "bienaventurada porque ha creído" (Lc. 1, 45), este tiempo de gracia".
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado. Benedicto XVI.
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