Nos suele pasar a todos. Si nos preguntan a bocajarro qué tiene más importancia, si tener muchos conocimientos o tener capacidad de pensar, tal vez por la inercia de haber sido evaluados tantas veces sólo y exclusivamente de los conocimientos adquiridos, subestimaríamos la importancia del pensamiento. Y sin embargo, sólo quien posee esa herramienta atinada y afilada, puede crecer en conocimientos claros, precisos y adecuados. Sin aprender a pensar, nada se puede aprender.
Pensar nos enriquece en autonomía, nos libera del arrastre borreguil de ir "a donde va Vicente" porque hacia allí va "toda la gente". Pensar nos inquieta y abre a la búsqueda de la verdad. Pensar es recuperar el asombro infantil que disecciona la realidad con el cuchillo del "por qué" o del "cómo" son así las cosas. Evitar pensar es disimular, de cualquier modo, nuestras inquietudes verdaderas. Pensar nos regala preguntas que nosotros grapamos a la realidad en busca de respuestas. Es la actitud del disconforme y del rebelde que no se contenta con que se lo cuenten y busca descubrir las razones criticas de los conocimientos adquiridos. Pensar es, seguramente, el mejor antídoto contra la irracionalidad, la ideología o el fanatismo.
De la misma manera que le dijo el amigo a Gatón, el hermoso y bien plantado musculoso de la película de Disney La Bella y la Bestia, "es muy peligroso pensar". Si quieres una vida sin problemas, no pienses. Si quieres una vida verdadera, piensa, aprende a pensar adecuadamente.
Pero, ¿cómo aprender a pensar en el mundo de la imagen, del mensaje instantáneo y de realidad virtual e interactiva?
No te agradará la respuesta, pero es así: abandonando el orgullo. No tengo toda la verdad, no sé toda la verdad, puede que no tenga razón, puede que lo que escuche tenga algo de verdad y me ayude a entender mejor la realidad.
Mal compañero de mi pensamiento el orgullo".
(Juan Pedro Rivero, sacerdote y Director del ISTIC, para el programa "El Espejo de la Diócesis").
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