
En estas líneas de opinión que me piden,
quiero dejar el reconocimiento personal a la decisión responsable de Benedicto
XVI. Hay que saber llegar y hay que saber marchar. Es todo un ejemplo de altura
moral. Es una señal de los tiempo y un acto de generosidad al que pocas veces
estamos acostumbrados. Una persona es grande cuando sabe reconocer hasta dónde
llegan sus fuerzas y hasta dónde no. Y, como siempre ha hecho a lo largo de su
vida, ser fiel a Cristo exige saber renunciar en razón del bien y la verdad.
Cuando Jesús eligió a Pedro de entre el
grupo de los doce apóstoles para ejercer un especial primado (Mt 16, 17-19), lo
hizo buscando el bien de la Iglesia a la que Pedro debía “confirmar en la fe”.
Ahora, veinte siglos más tarde, el sucesor de Pedro cumple esa misión sabiendo
dejar espacio a “quien puede más que yo”. Todo lo podemos mirar con ojos de
gestión política y social, pero también lo podemos mirar con los ojos de la fe.
Los creyentes en Cristo, los miembros de la Iglesia, debemos sentirnos
tranquilos y en paz. Porque “a quien cree, todo lo sirve para el bien” (Rm 8,
28) y, esta decisión de Benedicto XVI, pensada, meditada, libre, es un bien
para la Iglesia. La ha sabido servir cuando podía y la ha sabido servir cuando
ya no puede, ofreciéndole la generosidad de su renuncia.
Juan Pedro Rivero, (La Opinión). Rector del Seminario y director del ISTIC
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